Hace más de un año que el coronavirus cobró un protagonismo inesperado en el devenir de nuestras vidas, la cotidianidad sufrió un cambio y hoy pasa por las recomendaciones y alertas continuas que tienen como propósito el evitar que enfermernos o que se enferme un ser querido. Toda la información que consumimos a diario está teñida por el virus que infecta la mente más allá de la voluntad, volviéndola cada vez más débil, frente a la catarata de cifras aterradoras de muertes y contagios masivos, sumados a los consejos constantes para protegernos del peligro que nos acecha.
La aparición de las vacunas trajo un gran alivio, sin embargo, aún hay un largo camino para transitar ya que, todavía, no todos son alcanzados por su halo protector y, de esa forma, el virus continúa circulando.
Mientras tanto la sensación generalizada es de cansancio, de un profundo agobio que pesa al enfrentarnos a un nuevo año donde persiste la sensación de incertidumbre que diluye la esperanza de una rápida salida que nos rescate y nos devuelva la vida acostumbrada.
Todos entendemos, desde lo racional, la necesidad de evitar los contactos con los demás para reducir las probabilidades de contagio, pero ese cuidado modificó rutinas y hábitos. Gran parte de la vida social reemplazó, en muchos casos, el cara a cara por la relación virtual, transformando el vínculo.
Nada es “lo mismo” porque la premisa que rige es “hay que cuidarse”
Y sin darnos cuenta cuidarnos se fue convirtiendo en aislarnos, fuimos quedando en soledad, porque el peligro viene del otro, entonces, sin querer se interrumpe el tejido de la trama que nos conecta, aun en la cercanía engañosa de la comunicación que comienza a estar mediada por las emociones propias de la pandemia, como en el caso de las familias conviviendo 24 x 7.
En la actualidad, la “segunda ola” golpea también en el aspecto emocional y cada persona tiene diferentes recursos o herramientas para surfearla o dejarse llevar por su impacto. Dadas las circunstancias, nadie escapa a las emociones intensas y, muchas veces, contradictorias.
Todavía no se logra ver con claridad “la luz al final del túnel”
Las emociones son: miedo, enojo, tristeza, frustración y diferentes niveles de depresión mientras el organismo lucha por adaptarse a un medio diferente. Los seres humanos tenemos una pobre respuesta frente a la incertidumbre y, de esa manera, se desregula la actividad amigdalina, la parte más importante del cerebro donde se procesan las emociones, generando la activación constante de los circuitos de defensa frente a la amenaza percibida.
El resultado es: “estrés”, un estrés que se cronifica con la vivencia traumática.
Muchas personas logran una adaptación más rápida y eficaz frente a esa situación, pero para otras implica un esfuerzo titánico, todo depende de cómo la pensamos y cuánto tiempo nos lleva atravesar el proceso.
A la mente la tranquiliza la previsibilidad, creer que existe algún tipo de control y cuando siente que lo pierde entra en riesgo el bien más preciado, “la supervivencia”.
La sensación de conocer por donde se camina genera tranquilidad.
Por esa razón cuando el mundo conocido se va enrareciendo, transformando hasta en las frases habituales que poco a poco se van contaminando por el miedo: “cuídate, no salgas sin barbijo…” “no vayas a lugares con mucha gente …” se pierde la claridad de cómo proceder.
El miedo es un soberano sin piedad.
La pandemia ya afectó nuestra psiquis tanto en la vivencia de lo inmediato como a largo plazo, la ansiedad va en aumento convirtiendo el presente y el futuro en una realdad desalentadora y esta visión cambia nuestra conducta.
La vivencia de “amenaza constante” altera los juicios, el sentimiento de preservación se profundiza y la salud mental corre riesgos
Frente a esta construcción catastrófica las distorsiones en los pensamientos comienzan a deformar el verdadero concepto de autocuidado y se sobredimensionan o se desestiman los peligros sin que se logre un sano equilibrio.
Así como nuestro sistema inmunológico es el encargado de mantenernos a salvo de los patógenos, para mantenernos sanos es importante entender la estrecha relación que existe entre nuestras emociones, pensamientos y funcionamiento nuestra fisiología, dando una clara conciencia de la relación mente-cuerpo.
Y el miedo enferma ambos.
«CAMBIAN HABITOS»
Hace más de un año las situaciones que generan mayor impacto estresor son las que se observan en los planos familiar y de sociabilización en general, trabajo, amigos.
Todas y cada una de estas relaciones se vieron afectadas.
Los seres humanos evolucionamos para vivir en grupos, por esa razón no solo la evitación del contagio nos preserva, la supervivencia es mucho más que eso, involucra el interés por el bienestar común, “cuidarme para cuidar”. Ser responsable de uno mismo y de los demás implica desarrollar el sentimiento de compasión, es importante comprender que las emociones están presentes en todas nuestras interacciones y los “alertas” del miedo nos encierran en jaulas de desconsideración por los que nos rodean porque ese miedo solo genera malestar.
El concepto de desinterés producto del miedo empobrece la psiquis y reduce la claridad de pensamiento porque el miedo entorpece la posibilidad de las acciones eficaces, la angustia, la tristeza y la desesperanza solo agudizan la amenaza.
El autocuidado no tiene que ver con el pánico insensato sino con el aprendizaje de una situación de la que no guardamos experiencia, simplemente porque es inédita.
Aprender es capitalizar la experiencia, ayudarnos y ayudar nos permite trascender las conductas más primitivas, pensar con calma, actuar con sensatez y buscar un equilibrio entre los pensamientos, las emociones y nuestra conducta.
Todavía son muy pocos los datos sobre los cambios que el coronavirus está provocando en nuestras mentes, pero sabemos que estos cambios van a estar en cada persona de diferentes formas ya que estarán los que sufrieron la enfermedad, los que no, los que la vieron en un familiar o amigo, los que sufrieron pérdidas, los que la superaron.
Toda experiencia genera una marca que, aunque invisible, está.
Tratemos de que no sea la marca del miedo